8 may 2012

La geografía urbana como paisaje de letras

Adjunto la primera parte de un texto que Ricard Huerta, profesor de Educación Artística de la Universitat de Valencia, publicó en el Cultura/s del 29 de febrero pasado, que me ha hecho pensar en una de las cosas en las que más me fijo cuando viajo: la tipografía de los establecimientos y de las calles. En mi opinión estos estos rótulos determinan enormemente la calidad del paisaje urbano. Carteles de negocios, señales municipales, publicidades...por razones que se me escapan hay ciudades que cuidan o que parecen tener una cultura tipográfica notable mientras que otras se han entregado a una orgía de carteles de nuevo cuño, no siempre baratos, pero casi siempre horteras y sin ningún tipo de personalidad o gracia. Como en tantas otras cosas en esto también podríamos decir que antes se rotulaba mejor. O eso me parece a mi por lo menos.

Si como dice Huertas la tipografía de la vía pública contribuye a la construcción del paisaje urbano y por extensión a la visión que se tiene de la propia ciudad y si como también afirma, las ciudades tienen las letras que se merecen...pobrecita Lleida. 

Otro aspecto a destacar de este texto es la mención a un personaje que desconocía (Enric Crous-Vidal) de quien podeis encontrar más información aquí y aquí.

Anuncio del programa de Fiestas de Lleida, 1931-1932

Ricard Huerta
La ciudad empieza y termina donde asoman las letras. La tipografía es una senda que recorre las paredes de nuestras ciudades, donde se intercalan y superponen elementos que han ido acumulándose mediante roces y transiciones, a través de capas sedimentadas que dejan percibir, como estratos arqueológicos, un devenir de formas y texturas, desatando un acontecer humano, de calado artístico, con lecturas múltiples.

Gracias a los textos podemos disfrutar de un verdadero arte mural, por ello conviene un acercamiento estético hacia los letreros, los carteles y los grafitis. Cada mensaje escrito desencadena una tendencia lectora. Tanteamos su pronunciación, deletreamos el texto,y experimentamos otras sensaciones de tipo intuitivo que ponen en juego múltiples mecanismos de percepción.

Durante los años de escolarización aprendimos a leer y a escribir, pero en raras ocasiones nos instruyeron en lo relativo a las formas, los colores, las texturas o las posibilidades poéticas que encierran los artefactos visuales llamados letras.

Practicar el turismo de letras. Las ciudades muestran una cultura tipográfica propia perceptible al pasear por sus calles, lo que permite descubrir el corazón de su entidad en términos alfabéticos. La ciudad muta y crece en una espiral de contradicciones y sucesos, sorprendiendo por su capacidad de adaptación.

Las letras hablan de ella, recogen y muestran sus cambios y evolución, filtrando los deseos de sus gentes. De las letras y de la ciudad nos atrae la complejidad, la eficacia comunicativa. El concepto de palimpsesto (manuscrito antiguo que conserva huellas de una escritura anterior casi borrada) sirve para identificar las señales y marcas de las letras urbanas.

Pasear por la ciudad supone rastrear el paisaje gráfico urbano, verdadera fuente de satisfacción visual, motivo de sensaciones que apuntan hacia lo social y lo colectivo. Al pasear nos convertimos en usuarios activos, participando de dicha realidad. Las calles y plazas ofrecen un relato urbano que genera un modelo de goce apasionante y un enriquecedor esquema de aprendizaje. Autores como Francesco Careri han reflexionado sobre el concepto del walkscapes, apadrinando un movimiento internacional que reivindica el ritual de perderse por la ciudad, incardinando un paseo a la deriva, algo que nosotros planteamos desde la perspectiva de un descubrimiento tipográfico.

Las letras definen la ciudad, la escriben y la construyen. La geografía urbana es en realidad un paisaje de letras cuyo perfil se dibuja en base a los signos alfabéticos que la pueblan. La ciudad es sobre todo un espacio escrito y cada ciudad tiene las letras que se merece.

En Nueva York nació el fenómeno del grafiti. Buenos Aires representa la tradición del filete. Barcelona
es una ciudad diseñada, con tradición centenaria en sus letreros comerciales, donde ejerce su labor Andreu Balius, quien siempre combinó la herencia con la actualidad, sin perder ni un ápice de ironía en sus reflexiones tipográficas. Lleida es una ciudad discretamente tipográfica. Me resultaba difícil entender por qué motivo la formación y la trayectoria del eminente Enric Crous-Vidal tenía precisamente en Lleida su espacio de referencia. Una de sus grandes creaciones de juventud fue la revista Arts, publicación mítica, aunque sus logros más importantes los consiguió en Francia tras su exilio forzoso. Como turista tipográfico me reconcilié
con Lleida al visitar su cementerio, ya que las lápidas de los años 30 reflejan una época de esplendor tipográfico, donde se intuye la huella de Crous-Vidal. Cada ciudad genera un modelo habitable y paseable cargado de sensaciones, cambiante y atractivo, complejo y vivo, como las letras que la visten.(...)


4 may 2012

Diseñando ideologías


En esta web hay muchos más trabajos tan bonitos como este del catalán Genís Carreras

¿Cómo se reconoce a un filósofo de derechas?

Copio este excelente artículo que publicó hace unos días Manuel Cruz en El País.

Antes de entrar en más afinados matices vaya por delante mi impresión de que en el ámbito de las ideas en este país ocurre algo parecido a lo que ocurre en el de la política. En este último, parece claro que un importante sector de la izquierda explotó, hasta dejarla exhausta, la identificación entre derecha y franquismo. La apuró tanto porque, sin duda, le había venido rindiendo durante años notables dividendos. Pero la identificación tenía fecha de caducidad, y hubo avisos de que tan fácil rentabilidad era el preludio de una ruina futura. Ya se vio lo que sucedía en el momento en el que aparecía algún joven dirigente del PP no identificado con las posiciones más extremas de su partido, capaz de asumir propuestas que en otros países asumiría sin pestañear un liberal conservador (como las de la legalización del matrimonio homosexual, la necesidad de promover y apoyar desde el Estado las diferentes lenguas y culturas existentes en el territorio nacional, la exigencia de luchar contra la corrupción o la conveniencia de ir introduciendo una perspectiva laica en determinadas esferas de la vida social): de inmediato dejaba con el paso cambiado, con esa imagenmoderna, a una izquierda confiada en detentar el monopolio de los ideales de la Ilustración, de la democracia deliberativa e incluso de la política misma.

Aunque el dibujo anterior se le pueda antojar sumario a alguien (e incluso es posible que en parte lo sea, pero en todo caso no mucho más que la realidad misma: ¿o es que se nos ha olvidado la campaña del doberman?), lo cierto es que da la sensación de que algunos de sus trazos los volvemos a encontrar cuando analizamos lo que viene sucediendo en el ámbito del pensamiento. En efecto, también aquí pareció consolidarse con los años un conjunto de expectativas que le endosaban al pensamiento conservador o de derechas una serie de rasgos específicos, de manera que cualquiera que no los compartiera, o marcara distancia respecto a ellos, pasaba a ser considerado por exclusión como inequívocamente progresista o de izquierdas.

La izquierda paga ahora haber limitado la batalla ideológica a identificar derecha con franquismo

Intentemos -en la medida de lo posible por tratarse de ideas- ser un poco concretos. Si, pongamos por caso, damos por descontado que todos los filósofos de derechas son siempre unos dogmáticos recalcitrantes, bastará con introducir oportunamente en cualquier texto el término "incertidumbre" para que quien lo haga quede nimbado con un aura de escepticismo crítico que muchos tienden a identificar sin mayor reflexión con una actitud progresista. No hay duda de que en su momento la idea de incertidumbre venía animada de un impulso revulsivo, radical, en la medida en que cumplía la función de impugnar las viejas certezas y los incuestionados convencimientos de cualquier tipo. Pero cada vez con mayor frecuencia constatamos lo fácil que resulta reconvertir el signo de la misma y ponerla al servicio de un fin más bien conservador, a base de transformarla en un posibilismo de baja intensidad.


La idea de incertidumbre, en efecto, posee algo de arma de doble filo. Porque, de un lado, resulta incontestable que en determinados momentos de la vida de los individuos y de los grupos humanos la aceptación de la incertidumbre se constituye en la oportunidad para que asuman radicalmente su propio destino, aceptando que ya no disponen del cobijo de lo seguro (por inexorable o por garantizado) y, por lo tanto, no les queda más remedio que ponerse en juego, que decidir, que hacerse cargo de su propia existencia sin posibilidad de endosarle a nada ni nadie exterior a sí mismos esa inalienable responsabilidad. Sin embargo, la incertidumbre también puede funcionar como la excusa perfecta que legitima la cobardía de no intervenir. Tal cosa sucede cuando se apela a ella como argumento para posponer cualquier actuación o intervención en el seno de lo real, como si la mencionada falta de seguridad constituyera una situación provisional o transitoria, susceptible de ser superada recurriendo a los remedios oportunos. (No otra, a fin de cuentas, era la música de fondo que parecía sonar tras las declaraciones de muchos críticos del 15-M -con Bauman a la cabeza- que, tras empezar reconociendo retóricamente lo mal que está todo, pasaban a destacar el déficit de discurso de los indignados y su falta de objetivos políticos definidos, para terminar proponiendo que se sustituyeran tan ciegas protestas por más estudio y análisis de las nuevas realidades desencadenantes de la indignación).

Basta con que alguien escriba en un medio progresista para dar por descontado que es de izquierdas

Consideraciones análogas podrían plantearse, por cambiar de ejemplo, respecto del concepto de utopía, cuyo empleo habría padecido también una notable mudanza. De ser reivindicado en el contexto político sesentayochista por los sectores pretendidamente más revolucionarios con el objeto de dejar atrás a los juzgados por ellos como tibios o reformistas, habría pasado a poder ser reclamado ahora por cualquiera, precisamente para compensar con una exagerada promesa de futuro una actitud en muchos casos perfectamente adaptativa en el presente. Lo utópico habría quedado convertido de esta manera en algo inocuo por completo. Hacer referencia a la utopía, en efecto, ha dejado de servir en nuestros días para identificar la adscripción ideológico-política de nuestro interlocutor. La utopía, entendida como ilusión abstracta situada en una posición de absoluta exterioridad, indiferente a sus condiciones de realización, puede ser utilizada incluso por el más reaccionario de los pensadores en la medida en que no plantea, por definición, la cuestión del presente en cuanto objeto de transformación posible.

Estos ejemplos, como cualesquiera de los muchos más que no costaría el menor esfuerzo traer a colación aquí, constituyen todo un indicio de la penuria teórica hacia la que se ha ido deslizando el pensamiento progresista. Tal ha sido el retroceso en materia de ideas que ha llegado un momento en que basta con que alguien escriba en un periódico de tendencia socialdemócrata o publique en una editorial de las que suele acoger a autores considerados como de izquierdas para dar por descontado, sin mayor escrutinio posterior, que el susodicho participa del espíritu de quienes le acogen. Pero que nadie se vaya a alarmar interpretando que lo que se pretende reivindicar aquí es alguna forma, adecuadamente puesta al día, de pureza de sangre en materia de ideas (pureza que, por cierto, para ser debidamente justificada requeriría a su vez de la existencia de alguna variante de comisarios políticos para asuntos teóricos, que se dedicaran a dictaminar quién posee y quién no los títulos para acreditarse de forma legítima como de los nuestros). O lo mismo desde otro lado: perdería su tiempo quien intentara inferir a quién o a quiénes mira de reojo este papel, como si el propósito del mismo hubiera sido en algún momento el de desenmascarar a alguien. En realidad, si algo tiene una mínima importancia es el convencimiento que subyace a todo lo planteado hasta aquí.


El significado de las ideas, como el de las palabras, depende del marco en el que se usan

Se trata del convencimiento, en el fondo bien modesto, de que de las ideas en general probablemente quepa predicar el mismo principio que Wittgenstein predicaba de las palabras, a saber, que su significado radica en último término en su uso. Pues bien, de modo análogo cabría afirmar no sólo que las ideas adoptan distintas tonalidades y determinaciones según su uso, sino que incluso adquieren un signo radicalmente diferente en función del marco discursivo en que se las emplee. Marco que, por cierto, podría de nuevo remitirnos al Wittgenstein que afirmaba que los usos en cuestión (y, por tanto, los discursos) se inscriben a su vez en formas de vida.

En resumidas cuentas: desconfíen ustedes (a no ser que sean de derechas, claro) de quienes jamás tienen presente en sus escritos a la creciente multitud de los que padecen en sus propias carnes el sufrimiento, el dolor o la explotación generados por una estructura social y económica injusta. Una ausencia tan clamorosa no puede ser olvido ni descuido: es opción firme y decidida. Legítima, por descontado, pero que más valdría, por el bien de todos, que quedara explicitada por sus autores. Aunque sólo fuera para evitar malentendidos. O, con más precisión, para saber con quién nos estamos jugando los cuartos (los nuestros, eso siempre).