No están tan lejos los tiempos en que se fumaba en los cines, un medio tantas veces representado a través del haz de luz que sobrevolaba a los espectadores. Sin humo, la luz no deja rastro, eso lo sabe bien la gente del teatro, que por no renunciar a él dispone de hechizos mecánicos para crearlo. Ya los agitadores del Cabaret Voltaire echaban de menos el humo de otros tiempos, el de garitos mal ventilados en los que este actuaba de elemento común entre el escenario y los espectadores. Era un prestigio relativo, claro, pero típico, en su ambigüedad, de la era industrial.
También los pintores impresionistas sucumbieron al sfumato que fábricas y locomotoras produjeron en el paisaje. Lejos quedaron los tiempos en que el humo era señal de salvación: curaba los alimentos, bendecía iglesias y señalaba un hogar en el bosque.
Para nosotros, el humo representa el excremento del progreso. Nada bueno echa humo y nada representa mejor la insalubridad. Ni rastro de la milenaria fascinación que sus evoluciones han despertado. Pensar mirando el humo, perderse en uno mismo, era un ejercicio tan común y tan sólido en el imaginario que los cómics representan así los pensamientos, en nubes flotantes.
En el humo hemos supuesto que viven ideas, fantasmas, almas, miasmas, malhumores y tentaciones. Su iconografía continúa viva, aunque amenazada por una demonización imparable. La era de la transparencia cuenta también con sus víctimas colaterales.
Andres Hispano, Cultura/s 27/04/2011
PS: La imagen que ilustra el artículo es cosa mía. Se trata de la Mare de Déu Fumadora de Arenys de Mar, una curiosa festividad. Aquí encontrareis más información
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