El noucentisme es la versión catalana del Novecento italiano tiene una escasa producción arquitectónica, dejando de lado algunas cosas de Nebot, Puig i Gairalt o de Goday. Lo que realmente importa a los noucentistas es el urbanismo, siguiendo el modelo de institucionalización cultural de Prat de la Riba, con su proyecto de una construcción nacional de Catalunya de base fuertemente municipalista y metropolitana, los instrumentos principales del cual fueron la Mancomunitat y las diputaciones provinciales. No se ha de olvidar que para los hombres de la Lliga Regionalista –Cambó, Verdaguer i Callís, Puig i Cadafalch, Prat de la Riba mismo– la capital catalana tenía que ser el referente principal de todos sus planes de regeneración y modernización para el país, el epicentro de los cambios infraestructurales y relativos a la organización centralizada de la vida pública –sanidad, educación, cultura, bienestar social– que exigía el nuevo liderazgo del capitalismo financiero e industrial. Pero del noucentisme se toma, sobre todo, una doctrina sobre la Ciudad Ideal que apuesta por la asunción generalizada de lo que presentaban como “amor cívico”, triunfo de ideas abstractas de concordia civil sobre la conflictividad y el enfrentamiento entre clases, es decir lo que intentaba explicar que era hoy el ciudadanismo, ideología que las autoridades barcelonesas han asumido como propia y que es la que intentan aplicar tanto en las iniciativas urbanísticas como en la represión política de la disidencia y de cualquier indicio de conflictividad social que desmienta su sueño de un espacio público amable y previsible.
En  la década de los años 20 del siglo pasado Barcelona conoció la  importancia de ese modelo que anticipa el actual, basado, como os digo,  en la asunción generalizada de ese triunfo de la civitas sobre la ciudad  turbulenta de las luchas obreras. Una de las ideas claves era  justamente la de Cultura como entidad superior en nombre de la cual  calmar y sublimar la dimensión más pasional de las ciudades. Es fácil  encontrar en la actualidad la presencia en los discursos oficiales –y  las leyes y normativas de ellos derivadas– aquella misma obsesión  noucentista por la armonía, el dominio racional y consensuado sobre las  desavenencias, la conversión de la ciudad en un centro de ciencia, de  arte y de cultura, sembrado por doquier de belleza pública. Deuda  extraordinaria también con las propuestas para una urbanidad  específicamente barcelonesa: templada, equilibrada, proporcionada,  integradora, interclasista, regeneradora y regeneracionista, atenta a  las pedagogías que se le imparten desde las instituciones. Una Barcelona  a las antípodas de lo que Foix había llamado –en un artículo así  titulado, en 1920– la Barcelonota, la ciudad fea, apropiada de y  para la chusma y en la que la que vindicar el “buen gusto” podía ser  provocador. En esa línea se encuentra la obra sobre todo de Eugeni d'Ors, de Jaume Bofill o, con matices, de Josep Carner.
Uno  de los elementos claves de la estética noucentista está en ese acento  por trasladar al plano formal en arquitectura y urbanismo esos ideales  de armonía tan propios de la burguesía barcelonesa a lo largo de su  historia, siempre acechada por la realidad de la Barcelona insurrecta  que le hizo merecer el sobrenombre de Manchester del Sur o el Rosa de  Fuego. Pienso sobre todo en esos edificios que recrean un cierto  imaginario vernacular, muy en consanancia con el barroco mediterráneo  –terracotas, esgrafiados, esculturas y mirales de resonancias clásicas,  estucados… Me viene a la cabeza eso porque vivo muy cerca de dos  muestras de esa tendencia, que son los complejos escolares, el Ramon  Llull en Diagonal entre Sardenya y Sicília, y el Pau Vila, en el passeig  Lluis Companys, al lado d’Arc de Trionf. Los dos son de Josep Goday y  son significativos de la obsesión pedagogista de los noucentistas, con  su concepción de que la humanidad podía mejorar de la mano de una debida  formación en valores. Ya os dije que vivo en el barrio de Fort Pienc,  donde tenéis también el trabajo de Josep Llinàs en el Centre Cívic, que  me sirvió para poner de manifiesto mi admiración y adhesión a un tipo de  arquitectura socialmente útil y nada arrogante, una diseño urbano que  se pone al servicio del espacio público en el sentido positivo que  defendí, como quintaescencia del espacio social.
Volviendo  al noucentisme, de ahí su preocupación –restablecida tan enérgicamente  hoy en día– por la decoración urbana y por otorgarle al arte público un  papel central en un proyecto que se inspiraba en una cierta imagen de  las ciudades clásicas o renacentistas, asociadas a la idea de ciudad  como clave o metáfora de la nacionalidad e incluso del imperio. Fue  aquella sensibilidad orientada al orden la que convocó a los artistas a  que hicieran su aporte a una didáctica de los principios de civilidad,  civismo y urbanidad y ayudaran a exorcizar con la belleza de sus obras  expuestas en calles, jardines y plazas las amenazas constantes que  acechaban desde el corazón mismo de la ciudad: el conflicto, el desorden  que encarnaban los obreros y los sectores populares con sus  antiestéticas luchas. Es en la década de 1920 que se extiende la  convicción de que la propia ciudad debía ser considerada como una obra  de arte, que en ella debía producirse la comunión mística entre urbe y  creación. Para ello se  aplican principios de ordenación que enfatizan la domesticación de los  entornos naturales, la generación de parques y jardines, la arquitectura  y el urbanismo entendidos como discursos y, por descontado, el arte de  la decoración y estetización de la vida urbana. Recordad que también es  el noucentisme que asume una idea de “mediterraneidad” que, como se  sabe, orientará retóricamente buena parte de las políticas urbanísticas  de los ayuntamientos barceloneses de las últimas décadas –bajo la  dictura y en democracia formal–, y que encontramos presente en la  literatura, por ejemplo, de un Josep Maria López-Picó, y al que no es  ajena a retórica reaccionaria de Paul Morand y del despuntante fascismo  italiano.
Es  en ese contexto que se produce la urbanización de la montaña de  Montjuïc, diferentes parques públicos –Turó Park, la actual Plaça  Francesc Macià– las rupturas la trama de Cerdà –avenidas Mistral, Roma,  Gaudí; plaça Letamendi… Y la plaça de Catalunya, un proyecto de Puig i  Cadafalch de 1923, luego modificada por Joaquim Llansó, Josep Cabestany y  otro personaje clave, Nicolau Rubió i Tudurí, que se inaugura en 1927  de cara a la Exposición Universal del 29, un ejemplo perfecto de esa  voluntad de unir el Barcelona burguesa del Eixample con la popular de  Ciutat Vella, como señal de la ansiada reconciliación entre clases en  una ciudad convulsa. De ahí también la omnipresencia de una estatuaria  pública con aires clásicos, siempre en la línea de rendirle homenaje a  la imaginaria ciudad griega o renacentista: Josep Clarà, Pau Gargallo,  Josep Llimona, Enric Casanovas.








